América Latina tiene una historia común, una cultura compartida y dos lenguas mutuamente inteligibles. Por eso, observadores extranjeros la consideran homogénea y líderes autóctonos la proclaman unificada. Ambas imágenes son erróneas: los países de la región tienden a diferenciarse entre sí y las fuerzas centrífugas superan a las centrípetas. Heterogeneidad y fragmentación no son necesariamente malas, pero tanto para entenderlas como para contrarrestarlas hace falta reconocerlas.